Me niego a ser devorado
Continuamente estamos llamados a ser gentes de níveo nervio, a romper nuestros
patrones viciados por el interés, a redirigir con nuestro espíritu inquieto la
ruta de nuestra existencia hacia horizontes más auténticos, disipando
falsedades y dobleces, reuniendo otros abecedarios que transformen nuestras
vidas en más corazón que coraza. Por encima de todo, uno tiene que ser dueño de
sí mismo, no víctima de nada ni de nadie, sino camino y caminante, con lo que
esto supone de proeza y acción. En consecuencia, me niego a ser devorado por
estas miserias inhumanas, que no atienden a las plegarias de los afligidos y
que tampoco entienden a descifrar, con el alma, ese lenguaje armónico tan
necesario e inherente al disfrute de vivir.
Realmente, nos falta sensibilidad social y nos sobra frialdad
para visibilizar el acontecer de cada día. Ya está bien de exhibir
endiosamientos, de creer encontrarse en las supremas cumbres codiciadas por los
demás, con el deseo de sentirse más poder, obviando lo del deber de servir,
pues en demasiadas ocasiones es una poderosa rueda utilizada para aplastar al
más débil. Que se lo digan a esa
multitud de personas privadas de sus derechos, injustamente consideradas y
bestialmente tratadas. Personalmente, jamás he podido concebir, cómo un análogo
a mí, podría perseguir la felicidad coartando la libertad sobre otros. ¡Cuánto
abuso! Que el dominio de todos contra sí mismo, detenga a los corruptos
dominadores, por favor. La receta que en su tiempo ofreció el inolvidable
novelista francés, Víctor Hugo (1802-1885), puede servirnos también ahora: “No
hay más que un poder: la conciencia al servicio de la justicia; no hay más que
una gloria: el genio, el servicio de la verdad”.
Cualquier poder lo
que exige es un mayor servicio, una enorme dedicación al prójimo, cada uno
desde su cultura, sus vivencias, sus iniciativas y capacidades. Devorarse unos
a otros es convertir el planeta en una verdadera selva, donde nadie queda a
salvo, pues la primera víctima de esta contienda es la propia verdad injertada
en lo que soy, en lo que he de ser; un humano ser que abraza y se deja abrazar,
no un lobo contra sí mismo. Aprendamos de nuestra propia historia. Hoy más que
nunca, urge la victoria sobre nosotros mismos, sobre las potencias del egoísmo
y del odio, que son tan fuertes que nos han desfigurado y deshumanizado. A
propósito, como indica el Programa de las Naciones Unidas para el Medio
Ambiente (PNUMA), al menos el 40% de los conflictos internos registrados en los
últimos 60 años han tenido relación con la explotación de los recursos
naturales, tanto por su “gran valor”, como la madera, los diamantes, el oro,
los minerales o el petróleo, como por su escasez, como la tierra fértil y el
agua. El riesgo de recaída de este tipo de conflicto por los recursos naturales
se duplica con respeto a otros casos. No nos excusemos en el tiempo, acusémonos
de no hacer nada por evitar los desastres.
Con razón se dice,
se comenta, que el medio ambiente es la gran víctima olvidada de la guerra; y,
ciertamente, así es, todo queda destruido, pero también todo se contamina, se
queman cultivos, se envenenan suelos, se sacrifican animales, en suma todo es
devorado cuando prevalece la violencia y la sinrazón como parte de nuestro andar.
Por desgracia, para toda la humanidad, lo maligno nos abrasa. Hay un indicio de
mal corazón que nos deja sin pulso; no en vano, el titular de Naciones Unidas
acaba de llamarnos a todos a una “fuerte
inversión en la cohesión de las sociedades”; subrayando la
responsabilidad de los líderes de organizaciones internacionales, partidos
políticos, religiones y organizaciones de la sociedad civil, de abordar las
causas fundamentales que están socavando la unidad y creando condiciones para
que las demostraciones del rencor sean cada vez más frecuentes y negativas. Sea
como fuere, contra toda esta atmósfera de maldades hay que rebelarse, es una
necedad encogerse de brazos y aceptarlo, o acostumbrarse a tanta crueldad
vertida.
Víctor
Corcoba Herrero/ Escritor
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